A Anselmo Angosto, la vida
le había hecho aprender que para conseguir la felicidad había que tener unos
principios claros y contundentes. La felicidad no se conseguía únicamente
comprando perdices y comiéndolas a diario, ya que esto podía hacer caer en la monotonía
y el aburguesamiento.
Anselmo era un hombre de
mente estrecha, conseguida tras generaciones, seguramente de ahí su apellido. Por
eso le gustaba usar pantalones pitillo, pasear por calles angostas, dormir con
su chica en cama pequeña o empaparse con el “txirimiri” bajo un mismo paraguas.
Todo ello formaba parte de su manual de felicidad. A sentimientos apretados,
distancias mínimas.
Tenía claro que en toda
relación de pareja no debía de haber distanciamientos, por eso, al pasear
con ella por el callejón de San Andrés, no le quedó más
remedio que besarla. Ella era cóncava, él era convexo, la calle era estrecha.
Para que luego digan que el hábito no hace al monje...
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