(Dedicado a los adoradores de la cocina de autor y el vino de diseño).
Se lo enseñé a mi mujer, descendiente de bodegueros riojanos de gran tradición. Lo introduje en una probeta con tapón roscado. Estaba orgulloso de él. Había conseguido un espumoso ligero, con poco extracto, meloso y agradable; suave sedoso y tacto aterciopelado; sutil y delicado además de etéreo, con aromas leves.
En la gradilla las probetas se iban acumulando. La mía la pusieron junto a otra de un líquido turbio, de aspecto poco transparente, mal filtrado; velado, con poca limpidez; vuelto, alterado, con sabor agrio y olor característico a col fermentada.
Nada mas colocar mi muestra, llegó otra de tipo graso, de tacto untuoso; grueso, ordinario, con mucho color y robusto; incisivo, con exceso de acidez; largo, persistente... Otros más aparecieron de tipo rancio, oxidado, licoroso y seco y otros de tipo recio, con cuerpo o terpénico de aroma denso y profundo.
Al poco tiempo la gradilla se llenó y fue sustituida por otra que comenzó rápidamente a llenarse con muestras. Regresé a casa y ya estaba deseando que llegara el día de los resultados, que me llamaran para decir como habían ido las pruebas y si habían encontrado algo extraño en aquel espumoso ligero.
Como enólogo conocía las dificultades de diferentes laboratorios. A la semana siguiente fui a recoger los resultados y saludé a aquella señora de tez avinagrada y bata blanca. Ella me dio los resultados. Al parecer, no había nada extraño en las pruebas efectuadas. En aquel instante me sentí feliz. Los resultados de mi análisis de orina eran perfectos.
Je, je, no me extraña. ¡Qué beberemos!
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