domingo, 27 de abril de 2014

El amor, el oído y el tacto.

Bernardo vio a Carmen de espaldas, así que se acercó a ella y empezó a acariciarla por la cintura. Todas las mañanas le recibía de la misma manera. Esperaba que el reloj del salón diera las ocho campanadas y allí aparecía ella, toda vestida de un blanco inmaculado, con su sonrisa tan peculiar, de Lunes a Viernes.  Para Bernardo, Carmen era irresistible, y se sentía locamente atraído por ella, igual que cuando la escuchó por primera vez interpretando ante el piano el "claro de luna" para el solo. No recordaba su nombre, tan solo su pequeña nariz, sus confesiones, sus sensaciones, sus labios bien formados y un intercambio de miradas que hablaban por si solas.

Don Bernardo, don Bernardo, le decían Merche y Lupe entre burlas, risas y recriminaciones... esas manos don Bernardo, todos los días igual, a ver si deja de molestar a Carmen... y cogiéndole de los brazos, arrastraban al taciturno y torpe Bernardo hasta su sofá tapizado de "skay" imitación a cuero, impermeable y lavable de orines de anciano.

2 comentarios:

  1. Llegar a cierta edad y que las funciones fallen, se crean en la mente fantasías y vivir en ellas, excelente relato.
    Un abrazo.

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  2. ¡Qué triste es la vejez! La veo acercarse y no me lo creo. Saludos.

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