miércoles, 20 de marzo de 2013

Cuestión de oído.

Las noches de los Sábados se han convertido en pura rutina para Sabino, al cenar de habitual con sus amigos de cuadrilla en la sociedad gastronómica.

Lo hacía siempre de la misma manera. A eso de las tres campanadas, un sonido hartamente familiar producido por unas manos torpes y abotargadas por el alcohol hacían "tintinear" las llaves alrededor de la cerradura, luego el consabido portazo y un patear el parquet del pasillo con la respiración congestionada hacían patente el disfrute de la cena copiosa con sus respectivos vinos y licores. Ya era toda una rutina que incluía el ruidoso pestillo del cuarto de baño, seguido de su sonora indignidad humana, certificada por sus regüeldos y flatulencias.

Mas tarde ya en el dormitorio, se iba desnudando  mientras zapatos y calderilla caían con armonías descompasadas... y siempre igual, en ese momento era cuando me hacía la dormida, cerraba los ojos y me daba la media vuelta, mientra lo imaginaba con su oronda y peluda barriga y sus anacrónicos gayumbos Oceán del 56 todo eso aromatizado por una fritanga, de tabaco y faria baboseado.

Pero la noche de éste Sábado ha sido dieferente. Tan solo oí el abrir cuidadoso de la puerta "sin tintineo" de llaves. No hubo sesión de cuarto de baño. Los pasos y el quitarse la ropa fueron dados con total delicadeza. Luego oí las campanadas de las cuatro, de las cinco e incluso de las seis. Sentí aire fresco y fuegos artificales, disfrutando en cada momento de la intensidad, luminosidad y fogosidad. La gama de sensaciones  cromáticas resplandecieron en la oscuridad de la habitación. Ví las estrellas sin escuchar ruído alguno, tan solo susurros, bisiseos y algún secreto al oído. Escuché las seis campanadas. Una sensación placentera y de relajo se apoderó de mi y tras escuchar unos pasos que se alejaban por el pasillo, caí en brazos de Morfeo.

El sonido de las diez campanadas me despertaron y unos ruidos en la cocina. Me levanté suponiendo que mi Sabino estaba preparando el desayuno después de aquella noche de ensueño... y ahí le vi, preparando unas alubias para comer, con su eterna camisa montañera de cuadros, sus ojos vidriosos, el palillo entre los dientes y su habitual aspecto de atocinado sin afeitar.

Se volvió hacia mi y cambiando la voz y sonrisa bobalicona, intentó parodiar a alguien, diciendome:  -Ésta mañana, cuando entraba en el portal, me he cruzado con el idiota del cerrajero.

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